Yo solo acababa de empezar a contar mi cuento cuando
de todos los rincones de Italia comenzaron a llegar primero cientos, luego
miles de liras, que el presentador de TV4 se encargaba de proclamar a voces por
el micrófono, y que iban anotándose en un gran tablero luminoso, situado a mis
espaldas.
El teléfono no paraba de sonar, y mamá subió al
estrado a mi lado y me cogió de la mano, mientras yo continuaba navegando por
esa fina línea que separa el sueño de la vigilia, donde nacen todas las
historias, y simplemente contaba lo que veía.
El hipnotizador dijo: “Basta. Deberíamos parar ya”,
pero mi madre, quizás pensando en la gotera de la cocina, contestó “él está
bien”, y el presentador del programa intervino: “Ni lo sueñes. Estamos superando
todos los record de audiencia. No es el momento de cortar”.
El trance me resultaba cada vez mas cansado y
tuvieron que sentarme en una silla porque empezaba a tambalearme, pero aún así
seguí hablando sin parar. No sé de qué rincón de mi mente escapaban todas
aquellas fantasías. “Tiene una imaginación portentosa”, dijo el crítico
literario contratado por el productor, pero la verdad es que yo no inventaba
nada.
Mientras tanto me iba convirtiendo en el fenómeno
mediático del año. Las marujas adictas al programa lloraban sin parar, los
niños escuchaban embobados, los ejecutivos aparcaron los BMW en doble fila y
siguieron la emisión por la radio, trastornados. Los fontaneros, las maestras,
los estibadores, todo el mundo estaba fascinado con mi relato.
Nuestra cuenta corriente engordaba sin parar, y mi
madre primero pensó en cambiar los muebles del comedor, luego en comprar un
segundo coche, y ahora ya estaba soñando con un pisito en la playa.
Pero yo me sentía cada vez más débil. Tuvieron que
tumbarme en una camilla mientras seguía contando y contando, con una vocecita
cada vez mas fina, y entonces el Mago Magnus, el hipnotizador, sí que dijo: “Ya
es suficiente. Cuando cuente a tres te despertarás. Un, dos, tres, ya”.
Abrí los ojos aturdido y todo el mundo empezó a
aplaudir frenéticamente, pero yo apenas podía levantar la cabeza de la almohada.
Me enfocaron con grandes proyectores y se acercaron las cámaras, mientras los
flashes no paraban de disparar, y en ese momento empecé a morirme. El
hipnotizador gritaba y pedía una ambulancia pero no se le oía porque el
presentador estaba proclamándome como el acontecimiento del año, mientras mi
madre me cubría la cara de besos y me llamaba “mi niño”.
Entonces llegó la Unidad Móvil y un montón de
médicos y me empezaron a enchufar cosas. Al momento estaba lleno de tubos,
ahora ya no se oían aplausos, y todo el mundo corría y gritaba por el plató.
El director del programa chillaba “un primer plano,
sacadle un primer plano” y los focos no paraban de molestarme.
Los de la
UVI me metieron en la ambulancia y me llevaron a toda
velocidad al hospital, donde al fin cesaron los focos y el ruido, pero me
pusieron todavía más cables y más tubos.
A mi lado quedaron únicamente mi madre y el Mago
Magnus. Mi madre lloraba histérica, y ya no pensaba en coches nuevos ni en
pisos en la playa, ni siquiera en la gotera de la cocina, solo lloraba y se
retorcía las manos.
Al final la enfermera le dio una pastilla.
El hipnotizador sudaba, nervioso, y se paseaba a
grandes zancadas por el pasillo.
Pero yo no quería morirme todavía. Intentaba llamar
al Mago, pero mi voz era tan tenue que apenas salía de mi garganta.
Aún me faltaba conocer el final.
Navarra, 13 de Abril de 2010