Cuando me dijeron
que al fin se había muerto creí que no iba en serio. Franco llevaba muriéndose
no se cuantos días y no acababa de terminar, así que una broma habitual entre
nosotras era:
─ ¡Que ya se ha
muerto Franco!
─ ¿De verdad?
─ ¡Que no, tonta!
Tanto es así que recuerdo haber realizado un dibujo con una lápida que
ponía:
R.I.P.
Aquí descansa
Francisco Franco
Muerto el día
1-1-2200
Lo de Bahamonde no
sabía escribirlo. Después de todo no éramos más que un puñado de colegialas
tontas.
Pero cuando murió
de verdad una ola de silencio y preocupación inundó el colegio. Las monjas se
deslizaban cabizbajas y serias por los pasillos. En mi casa mi padre parecía
preocupado, y durante varios días no nos dejó salir a jugar al parque que había
debajo de casa, ni juntarnos con la pandilla que se reunía allí. Sólo íbamos del
colegio a casa y vuelta, y eso porque estaba a cinco minutos. La televisión
estaba siempre puesta, y nada más que se veían escenas del velatorio y de las
colas de pésame interminables, la biografía edulcorada del Caudillo y música de
Réquiem
Yo no entendía nada
y me agobiaba el encierro:
─ Pero ¿qué puede
pasar porque salga, a ver?
Y mi padre, muy
serio, me respondía:
─ Tu eres una
criatura que no estás en el mundo, pero cuando pasan cosas así puede haber
revueltas, disturbios… de momento mas
vale que te quedes en casita. Cógete una novelita, ─ me la enseñas primero ─,
dibuja, yo que sé, entretente en algo.
Mi madre, en la
cocina, aleccionaba a la muchacha sobre el peligro comunista. La chica no decía
nada y miraba al suelo, pero en la comisura de la boca se le insinuaba una
sonrisilla que no conseguía reprimir.
Las conversaciones
de mi madre con la chica siempre eran igual; mi madre daba vueltas, quitaba
trastos y hablaba todo el rato, y mientras tanto la chica cocinaba, limpiaba,
recogía, lo mas prudente posible, y de vez en cuando respondía; “sí, señora” o
“no, señora, no, tiene usted razón”, según cuadrara en la conversación.
Aunque de vez en
cuando le daba un arranque revolucionario y se atrevía a comenzar con un:
─ Pues señora, que
quiere que le diga, a mí me parece…
Y opinaba.
Y opinaba.
Mi madre la
escuchaba unos instantes en un silencio glacial, y al momento la cortaba con
un:
─ Ande, ande,
Encarnita, no diga usted disparates. ¡Si sabrá lo que está diciendo! Usted es
joven y no vivió la guerra, ni se puede imaginar lo que pasamos.
Durante un par de
horas dejaban de hablarse, ofendidas ambas, pero al final, como se aburrían, acababan haciendo
las paces.
A mi madre le
encantaba hablar con la muchacha, era su interlocutora preferida, y la primera
en enterarse de todas las novedades. Los demás para enterarnos de algo teníamos
que pegar el oído a la conversación de la cocina.
Pero los días
siguientes a la muerte de Franco las dos miraban las noticias con el mismo
interés, en silencio. En la mirada de mi madre sólo había preocupación, y
angustia.
En el fondo de los
ojos de Encarnita brillaba una lucecita de esperanza.
*****
Pilar Candau Chacón
Vera, 22 de Junio
de 2011
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