Las
ocho y media, ya es la hora. Las nueve menos veinte. Las nueve menos diez.
Menos cinco. En punto. Las nueve y cinco.
Parece
que hoy tampoco va a venir.
Un
manto de nubes negras cubre el cielo de Madrid. Tal vez llueva. Se levanta
aire, y hay un remolino de hojas secas en las aceras de la ciudad.
La
vida sigue. Yo continúo en mi sitio, bajo el magnolio. Fuerzo una sonrisa, compongo el gesto y me
mantengo inmóvil; la chistera algo torcida, los pies cruzados, la mano derecha apoyada
ligeramente en el bastón. Mi bigote y mis lentes son perfectos. Es verdad que
hasta dentro de una hora o dos no espero público, los turistas no madrugan
tanto, pero no importa; uno es un profesional.
Desde
la altura de mi cajón, blancos como la nieve mi rostro y mis ropas y sin mover
un músculo, controlo la acera de enfrente y la entrada del banco donde trabaja.
O al menos trabajaba en él hasta hace
poco, no sé que habrá pasado. Ella es el
único motivo por el que madrugo tanto, ninguno de mis compañeros aparece hasta
pasadas las diez de la mañana, y menos ahora que está entrando el otoño y
empieza a hacer frío.
Mi
linda princesa rubia, ¿Dónde te habrás metido?
Ella
siempre se paraba unos minutos delante de mí antes de entrar a trabajar y me echaba
una moneda en el platillo, sonriendo. Incluso cuando llovía o hacía mucho frío,
siempre se paraba unos instantes y me miraba con ojos muy abiertos, muy
redondos. Y yo, en su honor, hacía una actuación mucho más larga de lo normal,
como si hubiera puesto un billete en vez de sólo unos céntimos, pobre chica.
Una vez incluso traje una rosa para dársela. Claro está que era blanca y de
papel maché, no podía romper la estética del espectáculo. Me acerqué a ella con
andares tambaleantes, como de borracho ─la tarima tiene escalones, está
preparada para eso─, me quité el sombrero, hice una cómica reverencia y se la
di. Ella se sonrojó, y todos aplaudieron mucho. Ese día la función fue un
éxito.
Y
es que, no es por presumir, pero soy el mejor Charlot de todo Madrid.
¡Ay!
Pero ese fue el último día que la vi. A la hora del almuerzo salió del banco
como encogida, con la cabeza gacha, y me pareció que iba llorando. Tan frágil,
tan delgada, con su jersey oscuro y el cabello cubriéndole la cara. Juraría que
me miró un instante. Debí bajarme y salir corriendo tras ella en ese mismo
momento pero me pilló en hora punta. Tenía un grupo de turistas japoneses haciéndome
fotos y habían dejado varios billetes en el cestillo. Se ve que allí no tienen
crisis.
Recuerdo
que pensé; “Le hablaré mañana” Pero al día siguiente no apareció. Ni al otro,
ni ninguno más. Ya han pasado diecisiete días y no he vuelto a verla.
Al
menos podría pasarse a saludarme, éramos casi amigos, digo yo. Pero debe estar
muy triste o quizás vive lejos. O tal vez simplemente le parezco un hombrecillo
ridículo.
El
platillo tintinea. Justo delante hay un niño con flequillo de la mano de una
señora gorda. Me giro para comenzar la actuación y en ese momento ¡la veo! Es
ella, no hay duda, aunque apenas se la adivina detrás de un taxi.
Esta
vez no se me puede escapar. Bajo del cajón de un salto, cruzo como loco entre
los coches ─que pitan todos a la vez, armando un estruendo infernal─ atravieso
los grupos de peatones y corro como un desesperado hasta alcanzarla. Cuando al
fin estoy frente a ella, sin aliento y sin saber qué decirle, oigo un grito;
─¡Eh,
Charlot! ¡Que te he echado un euro!
Es
el niño del flequillo, que me llama enfadado y no lo culpo. La madre no dice
nada, pero me mira con los brazos en jarras. ¡Ay, Dios! No puedo fallarles, yo soy
un profesional. Comienzo mi número, sin perder de vista a la chica. Para que no
se me escape la incluyo en la actuación. Primero la saludo quitándome la
chistera. Luego bailo claqué hasta que se me enredan las piernas y acabo
desmayándome a sus pies. Comienza a chispear pero nadie se va. Ella está tan
asombrada que no reacciona y resulta muy natural, todo el mundo cree que es una
actriz. ¡Vaya éxito! Hemos congregado a un buen número de paseantes a nuestro alrededor
y todos aplauden entusiasmados. También el niño y la señora gorda.
Cuando
por fin termino y nos quedamos solos me acerco a ella. Le hago una reverencia
exagerada y le ofrezco el contenido de la recaudación. “¡Oh, vamos!” exclama
ella, y se ríe, y me coge del brazo. Decidimos gastarnos el dinero en unas
cervezas para celebrarlo.
Caminando
a su lado mi cerebro bulle, no para, estoy flotando en una nube rosa. Al menos
mido diez centímetros más que ayer y soy mucho más guapo. Imagino nuevas
actuaciones, con dos personajes, después de todo ella está en paro, ¿no? Sueño
con otros países, con otro público más risueño. Más rico, menos triste. No paro
de hablar y de hacer proyectos y ella me mira de reojo y sonríe todo el rato,
aunque no dice apenas nada. Las nubes se separan y el sol quiere asomarse.
Ya
no me siento patético, de nuevo soy un prometedor actor en paro, lleno de
ideas, que se gana la vida como puede. Soy joven, estoy enamorado.
En
la tasca, al fin, mientras estudiamos la pizarra, me armo de valor y le hago
una pregunta que me parece bastante importante;
-
Oye, ¿te gusta la comida japonesa?
Vera,
30 de Octubre de 2011
Pilar
Candau Chacón
Muy triste y romántico a la misma vez.👍
ResponderBorrar¡Muchas gracias, Lucy!
ResponderBorrarPerdona que tardar tanto en responderte, la verdad es qeu tengo el blog abandonado.
Un beso.
Impresionante Pilar he flipado.
ResponderBorrarTu admirador secreto
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrar¡Gracias unknown!
ResponderBorrarPrecioso Pili
ResponderBorrarGracias, guapetona
Borrar