Esta tarde me tocaba escribir una
columna, así que me he puesto a sacar la ropa de invierno. No sé qué me pasa que cada vez que tengo que
escribir algo me entran unas ganas grandísimas de hacer tareas domésticas. Eso
es tan sorprendente en mí, que pienso que debe haber algún mecanismo subconsciente
que lo motive, porque, la verdad verdadera, no hay nada que aborrezca mas en
este mundo que liarme con las tareas domésticas. Vaya, que no soy lo que se
dice la Reina del Hogar. Más bien una prima tercera, de la rama pobre. Y sin embargo
esta tarde he cargado con la escalerilla hasta la planta de arriba, me he
encaramado cual trapecista y me he liado a sacar bolsas de plástico llenas de
ropa, arrugada, mayormente. He sacado la mía y la de M., -por ahora M. seguirá
siendo M. porque está empeñado en vivir en el anonimato. Creo que piensa que así
tiene una vida más emocionante. En fin… - y me he liado a apilarla en montones
sobre la cama. Entonces he descubierto varias cosas;
Cosa 1.- Que mi montón es tres
veces más grande que el de M.
Cosa 2.- Que el montón de M.
incluye cosas que pocos mendigos estarían dispuestos a ponerse. Cuando por
casualidad aparece algo que el mendigo en cuestión sí que estaría dispuesto a
ponerse, entonces es J. el que no se la pone jamás de los jamases. La guarda en
una esquina del armario, por si le invitan a una boda o algo, y puede por fin
estrenar ese jersey que le gusta.
Lástima que a las bodas haya que
ir de traje.
El problema se soluciona
esperando que el jersey alcance el grado de vejez y antigüedad suficiente,
hasta convertirse en apto para su uso. Así que verdaderamente no hay que
preocuparse, porque un problema que tiene solución no es un auténtico problema.
Cosa 3.- Que mi montón incluye
ropa que todas las mendigas se darían tortas por ponerse, mayormente de marca.
No sólo las mendigas, muchas de mis vecinas y amigas estarían encantadas de
ponerse la ropa que ocupa gran parte de mi montón, si tuvieran una talla 40 y
pudieran embutirse dentro. El problema de mis amigas y vecinas es que no tienen
una talla 40, y las mendigas tampoco (creo; la verdad es que no conozco
muchas). Y mi problema es que yo tampoco la tengo. De hecho tengo una 42
larguilla (que es como decir que si no respiro tengo la 42 y si respiro la 44).
Pero es que la ropa de mi montón de la talla 40 es tan absolutamente bonita, y
cara, que no me decido a darla a alguna asociación benéfica, de esas que las
vende a mujeres que sí que tienen la talla 40. A las que odio profundamente. La
guardo para cuando adelgace, que va a ser ya, pero ya mismo.
El caso es que rebuscando, han
aparecido algunas prendas de la talla 42, e incluso de la 44 (aunque el 44
viene escrito muy pequeño, creo que para que se note menos). Esas las he
separado en un montón aparte y he comprobado que quepo dentro. Eso me ha
animado bastante, aunque he podido sacar varias conclusiones;
Conclusión 1.- El montón de la
ropa de talla 40 es grande, e incluye, como ya he dicho, ropa bonita y cara,
aunque un pelín pasada de moda. Pero como es buena se le perdona.
Conclusión 2.- El montón de la
talla 42/44 es mucho más pequeño e incluye ropa a la moda, pero más barata y de
peor calidad. Vaya, que empecé en Adolfo Domínguez y he acabado en Zara.
Conclusión 3.- Mierda de Crisis.
Llegado a este punto estaba
absolutamente desanimada, así que he dejado las pilas de ropa encima de la
cama, tal cual, y he decidido darme un descanso. Para recobrar la moral. He bajado al salón,
he encendido la tele, que eso anima mucho, y me he liquidado dos Alhambra
Especial bien frías, tirando a heladas, con sus correspondientes patatas fritas
y aceitunas. Y es que en mi casa solo hay hombres (y yo, claro), están mis dos
chicos y R. , así que la ropa no es una cosa que preocupe mucho, en cambio la
temperatura de la cerveza es un asunto de estado, que merece largas y profundas
reflexiones.
Además me he leído dos capítulos
de la novela que llevo ahora para delante, que está genial, y he alcanzado un
estado de felicidad semejante al Nirvana, más allá de las preocupaciones
frívolas de este mundo.
Lástima que la felicidad sólo dure
lo que duran dos cervezas.
Lástima que enfrente de mi sofá
esté la chimenea.
Lástima que en la repisa de la
chimenea haya un reloj. Que funciona. Y que me mira, insistentemente, y de la
manera más desagradable. Así que he tenido que salir zumbando escaleras arriba
porque ya eran ¡las ocho!
De nuevo en el dormitorio he
sacado la ropa de verano a toda velocidad de los cajones y la he metido en bolsas
de plástico. Las mismas en las que estaba la de invierno. La he lanzado al altillo
con un elegante juego de muñeca, haciendo canasta, por algo el altillo es mucho
más ancho que las canastas normales. Siempre se acierta. Luego he cogido la
ropa que había sobre la cama y la he embutido dentro de los cajones, procurando
que no se arrugue mucho, sobre todo la mía. Total, a M. le da exactamente lo
mismo. Si no la arrugo yo ahora la va a arrugar él mañana, así que mejor le
ahorro el trabajo.
Y luego he bajado y me he puesto
a escribir mi columna.
Como debe ser.
Aunque la verdad verdadera es que
ahora mismo me voy a ir a ver qué hago de cena.