Sin duda él me eligió a mí, yo sólo me rendí. Cuando al fin le presté atención seguro que llevaba ya tiempo observándome. Alguna vez lo había visto deslizándose sigilosamente por el césped e intentando atrapar algún gorrión, que se burlaba de él desde lo alto de la pérgola. Pues bueno, y qué, un gato. Yo a lo mío. Tuvo que subirse al alfeizar y mirarme a través del cristal para que me fijara en él.
Luego vino el cortejo, tan
accidentado como todos los cortejos. Yo corría tras él y le chillaba, le
amenazaba con la escoba, si es que a Antonio no le gustan los gatos y a mí no
me gustan las discusiones, pero me tenía calada, se subía a la valla de un
salto y otra vez se paraba a mirarme con largos ojos de agua. Imperturbables.
A veces maullaba muy flojito,
como un bebé.
Un día le puse un platito de
leche, ahí morí, pero tenéis que entenderme, tan sola, sin hijos... Lo que
provocó eso no quiero ni recordarlo. El día que se coló por la ventana mi
matrimonio salió por la puerta. Y a mí, como que me dio igual. Todos me
sermoneaban, ¿es que te has vuelto loca? ¿De verdad vas a perder a tu marido
por un gato? Sin duda tenían razón, pero ¿cómo puedo yo querer a un hombre que
me priva de mi único consuelo? De
repente ya Antonio era otra persona. Despiadado, cruel, sin sentimientos.
Ahora estamos los dos solos y nos
entendemos sin palabras. No sé como lo hace, pero me parece que es él el que
dirige esta relación. Cuando Antonio
llama al timbre se pone delante de la puerta y maúlla muy flojito y me mira,
como diciendo, no le vayas a abrir.
Y yo me siento y el salta a mi
regazo.
Y a veces, cuando le acaricio
detrás de las orejas y se deja hacer ronroneando, me mira de una forma tan
benévola que me entran ganas de bajar la cabeza y esperar a que me acaricie él
a mí.