Hay poca gente hoy en el mercado,
y eso que hace buen día, no se ve ni una nube, y el mar está tranquilo. Mejor
día ni en verano, pero en enero ya se sabe; no hay turistas y los españoles
andan sin blanca. Solo compran tomates o fruta. En lo que va de mañana no he
vendido nada y apenas se ha parado nadie a preguntar.
Ahí viene la blanquita rara de todos
los domingos. Qué le pasará a esa mujer. Es alta como un hombre y blanca como
la luna, me da mal fario. Otra vez se pone a toquetear los cestos y a revolvérmelos,
y otra vez empieza con el regateo. Ya va para cuatro domingos que viene, ¿es
que no hay más puestos que el mío? Y eso que estoy al fondo, bien lejos del
parking. Tanto camino para luego nunca comprar nada. Está flaquita, pero lleva
ropa buena, esos tienen plata. Viene con el marido, él moreno y jaranero,
riendo fuerte y armando jaleo, y ella tan finita que diría que se la va a
llevar un mal aire. Pero eso sí, le cuesta abrir la cartera. Se va para los
cestos más caros ─esos de tres colores
que llevan tapadera, y bien bonitos que son─, y me pregunta el precio.
─Ese vale siete euros, señora ─le
digo─. Si lo quiere más barato en aquel montón los hay más chicos. El precio va
según el tamaño.
─No sé…, ─me dice. Ella nunca sabe
nada. Es para desesperarse–. Lo quiero para el pan.
─Para el pan va muy bien, mucha
gente se los lleva.
No es mentira ni verdad, que yo a
la gente no le pregunto lo que hace con los cestos. Faltaría. Pero ella sigue mareando y no se aclara, y ni compra ni
se va. Virgen santa. Yo resoplo y
suspiro y me contengo para no soltarle alguna fresca, que ya me dice la Petra
que tengo un pronto muy feo, pero es que ¡media hora para comprar un cesto! Y
todavía va y me dice que se lo va a pensar, y se da la vuelta y se va de vacío.
El marido me mira y suelta una
carcajada; ¡Es zumbón, el españolito!
Lo de la cesta se lo tengo que
contar a mi hombre; ¿Una cesta como el puño para poner el pan? Pues no sé yo qué pan come esta gente. Yo
pongo dos barras encima de la mesa y un plato con aceite y al minuto ha volado,
y no me hace falta tanto canasto. Y bien contentos que se lo comen los chiquillos,
rebañando bien el plato.
A saber la que estarán liando
ahora en casa, los cinco solos, pero a ver qué hago, si este hombre no es capaz
ni de vender una alcayata. Cualquier día tenemos un percance.
Ahí van los dos otra vez, cruzan
el paseo y se meten en el chiringuito, en el caro, el que tiene la terraza en
alto. Sí tienen plata, sí. Míralos, sentados en sus butacas mirando al mar y
bebiendo cerveza bien fresquita.
Una de esas me tomaba yo ahora
mismo. Ya lo creo.
Así es la vida, así. Los ricos a
beber cerveza, y a comer gambas y cositas buenas, y los pobres a vender canastos. Así es, sí Señor.
¿Por qué será que están todas tan
flacas? Están siempre comiendo y bebiendo, yo siempre las veo en las terrazas,
y no hay una que tenga ni una chispa de carne. ¿Cómo lo harán? Y a mí parece
que me engorda el aire. Mi negro dice que a los blancos les gustan así, secas
como palos. Sin culo, sin tetas, pues ¿qué mujeres son esas? “Yo tampoco lo
entiendo” me dice. Y me soba con ganas y se le ríen los huesos, que dinero no
tengo, no, pero carnes bien prietas, ay, de eso no me falta.
“Vente negra pa´ca” me dice, y me
hace un gesto para que me meta con él en la camioneta de los cestos. Y le
brillan los ojos con ese brillo que es puro peligro, que cada vez que se le
ponen así me acaba haciendo un hijo. La Petra, la del puesto de al lado, se da
cuenta, se ríe y me guiña un ojo. Le hago una seña para que me vigile el
puesto, y voy, ¿por qué no? Total, si hoy no vendemos nada. Que otro gusto no
tenemos los pobres más que ese.
Y me acuerdo, no sé por qué, del
españolito zumbón y de la mujer tan flaca.
Y me da como lástima.
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Vera,
16 de febrero de 2018
Pilar Candau Chacón