miércoles, 12 de septiembre de 2018

DÍA DE MERCADO




Hay poca gente hoy en el mercado, y eso que hace buen día, no se ve ni una nube, y el mar está tranquilo. Mejor día ni en verano, pero en enero ya se sabe; no hay turistas y los españoles andan sin blanca. Solo compran tomates o fruta. En lo que va de mañana no he vendido nada y apenas se ha parado nadie a preguntar.

Ahí viene la blanquita rara de todos los domingos. Qué le pasará a esa mujer. Es alta como un hombre y blanca como la luna, me da mal fario. Otra vez se pone a toquetear los cestos y a revolvérmelos, y otra vez empieza con el regateo. Ya va para cuatro domingos que viene, ¿es que no hay más puestos que el mío? Y eso que estoy al fondo, bien lejos del parking. Tanto camino para luego nunca comprar nada. Está flaquita, pero lleva ropa buena, esos tienen plata. Viene con el marido, él moreno y jaranero, riendo fuerte y armando jaleo, y ella tan finita que diría que se la va a llevar un mal aire. Pero eso sí, le cuesta abrir la cartera. Se va para los cestos más caros  ─esos de tres colores que llevan tapadera, y bien bonitos que son─, y me pregunta el precio.

─Ese vale siete euros, señora ─le digo─. Si lo quiere más barato en aquel montón los hay más chicos. El precio va según el tamaño.

─No sé…, ─me dice. Ella nunca sabe nada. Es para desesperarse–. Lo quiero para el pan.

─Para el pan va muy bien, mucha gente se los lleva.

No es mentira ni verdad, que yo a la gente no le pregunto lo que hace con los cestos. Faltaría.  Pero ella  sigue mareando y no se aclara, y ni compra ni se va.  Virgen santa. Yo resoplo y suspiro y me contengo para no soltarle alguna fresca, que ya me dice la Petra que tengo un pronto muy feo, pero es que ¡media hora para comprar un cesto! Y todavía va y me dice que se lo va a pensar, y se da la vuelta y se va de vacío.

El marido me mira y suelta una carcajada; ¡Es zumbón, el españolito!

Lo de la cesta se lo tengo que contar a mi hombre; ¿Una cesta como el puño para poner el pan?  Pues no sé yo qué pan come esta gente. Yo pongo dos barras encima de la mesa y un plato con aceite y al minuto ha volado, y no me hace falta tanto canasto. Y bien contentos que se lo comen los chiquillos, rebañando bien el plato.

A saber la que estarán liando ahora en casa, los cinco solos, pero a ver qué hago, si este hombre no es capaz ni de vender una alcayata. Cualquier día tenemos un percance.

Ahí van los dos otra vez, cruzan el paseo y se meten en el chiringuito, en el caro, el que tiene la terraza en alto. Sí tienen plata, sí. Míralos, sentados en sus butacas mirando al mar y bebiendo cerveza bien fresquita.

Una de esas me tomaba yo ahora mismo. Ya lo creo.

Así es la vida, así. Los ricos a beber cerveza, y a comer gambas y cositas buenas, y los  pobres a vender canastos. Así es, sí Señor.

¿Por qué será que están todas tan flacas? Están siempre comiendo y bebiendo, yo siempre las veo en las terrazas, y no hay una que tenga ni una chispa de carne. ¿Cómo lo harán? Y a mí parece que me engorda el aire. Mi negro dice que a los blancos les gustan así, secas como palos. Sin culo, sin tetas, pues ¿qué mujeres son esas? “Yo tampoco lo entiendo” me dice. Y me soba con ganas y se le ríen los huesos, que dinero no tengo, no, pero carnes bien prietas, ay, de eso no me falta.
“Vente negra pa´ca” me dice, y me hace un gesto para que me meta con él en la camioneta de los cestos. Y le brillan los ojos con ese brillo que es puro peligro, que cada vez que se le ponen así me acaba haciendo un hijo. La Petra, la del puesto de al lado, se da cuenta, se ríe y me guiña un ojo. Le hago una seña para que me vigile el puesto, y voy, ¿por qué no? Total, si hoy no vendemos nada. Que otro gusto no tenemos los pobres más que ese.

Y me acuerdo, no sé por qué, del españolito zumbón y de la mujer tan flaca.

Y me da como lástima.

*****

Vera, 16 de febrero de 2018
Pilar Candau Chacón




viernes, 6 de abril de 2018

VOLANDO ENTRE METEORITOS


  
A mitad del sueño, Sergio se despertó, sobresaltado. Como cada noche, notó como la cama comenzaba a temblar. “Ya estamos otra vez”, pensó, “esto no puede acabar bien”. Suspiró con resignación, apartó el edredón y se agarró a los barrotes de bronce de los pies de la cama, sin demorarse mucho, antes de que la cosa cogiera velocidad. Se sentó sobre los talones, pendiente de los movimientos del somier, y en un momento dado bajó la cabeza para no oponer resistencia al aire. Se agarró fuerte, no tenía ningunas ganas de caerse en la primera curva. El vehículo siguió volando cada vez más rápido, guiado con habilidad en rápidos virajes, mientras a su derecha y a su izquierda meteoritos resplandecientes cruzaban el espacio negro como la tinta y la alfombra se deslizaba rumbo a las estrellas.

Volar era una gozada. Sergio tiraba de uno y otro remo de la barca para controlar la dirección y evitar los meteoritos, ahora convertidos en gigantescas pelotas de golf. Medusas gigantes de color azul se cruzaron con él y el muchacho pensó: “Esto no tendría ninguna lógica si no fuera porque vuelo por el fondo del mar”. En el fondo todo tenía su sentido, razonó.

Un enorme cofre vomitó un montón de monedas de oro que se le quedaron pegadas al pecho, y de repente se encontró casi encima de una enorme ancla herrumbrosa, que estaba detrás del cofre y que consiguió evitar por los pelos. Siguió buceando entre corales multicolores y notó como arrastraba una enorme y majestuosa capa de algas; sin embargo, por alguna razón, no debía disfrutar del viaje. Sergio no recordaba el motivo, pero notó como su cuerpo se ponía cada vez más en tensión. Había algo… entonces vio la pequeña luz negra detrás de un enorme camión y supo lo que se avecinaba. Al fondo vislumbró el agujero del túnel que cada noche parecía encogerse un poco más. Consiguió sortear los percheros de la entrada, atestados de abrigos, e introducir el vehículo en el largo pasillo. Se agazapó al entrar en el gigantesco embudo de piedra y todos sus músculos se pusieron alerta preparándose para el golpe. Justo al fondo del túnel se levantaba una inmensa pared de roca con un pequeño hueco en el centro, demasiado pequeño, y Sergio dirigió el bólido hacia allí, preparándose para la colisión que todas las noches tenía lugar. Cada vez estaba más cerca, cada vez más, y, aunque Sergio intentó refrenar el tren todo lo que pudo, en unos instantes numerosos pedruscos saltaron por los aires y el chico se acurrucó contra el suelo soltando el volante, ya no importaba nada, ni la dirección ni nada, a él solo le importaba atravesar el estrecho agujero de la montaña sin golpearse demasiado.

Todas las noches Sergio rompía las rocas del final de la cueva y era parido al otro lado de un brusco golpe, a la realidad del día que empezaba, de la mesilla de noche con su vaso de agua, sus pastillas y su despertador rojo que nunca necesitaba poner. A las zapatillas a los pies de la cama y, al fondo, la puerta del cuarto de baño abierta, invitándole a ducharse.

Todos los días Sergio se despertaba sobresaltado y lanzaba un inmenso suspiro de alivio al mirar a su alrededor. Se bajaba de un salto de la cama de barrotes de bronce, con su edredón de cuadros y su aire inofensivo, y se metía en la ducha sin volver la vista.

Pero Sergio se levantaba con el cuerpo lleno de arañazos. Tenía muy claro que algún día, un día que esperaba que estuviera aún muy lejano, no conseguiría salir y quedaría atrapado en la inmensa vagina de piedra por siempre jamás.