A
mitad del sueño, Sergio se despertó, sobresaltado. Como cada noche, notó como
la cama comenzaba a temblar. “Ya estamos otra vez”, pensó, “esto no puede
acabar bien”. Suspiró con resignación, apartó el edredón y se agarró a los barrotes
de bronce de los pies de la cama, sin demorarse mucho, antes de que la cosa
cogiera velocidad. Se sentó sobre los talones, pendiente de los movimientos del
somier, y en un momento dado bajó la cabeza para no oponer resistencia al aire.
Se agarró fuerte, no tenía ningunas ganas de caerse en la primera curva. El
vehículo siguió volando cada vez más rápido, guiado con habilidad en rápidos
virajes, mientras a su derecha y a su izquierda meteoritos resplandecientes cruzaban
el espacio negro como la tinta y la alfombra se deslizaba rumbo a las
estrellas.
Volar
era una gozada. Sergio tiraba de uno y otro remo de la barca para controlar la
dirección y evitar los meteoritos, ahora convertidos en gigantescas pelotas de
golf. Medusas gigantes de color azul se cruzaron con él y el muchacho pensó: “Esto
no tendría ninguna lógica si no fuera porque vuelo por el fondo del mar”. En el
fondo todo tenía su sentido, razonó.
Un
enorme cofre vomitó un montón de monedas de oro que se le quedaron pegadas al
pecho, y de repente se encontró casi encima de una enorme ancla herrumbrosa, que
estaba detrás del cofre y que consiguió evitar por los pelos. Siguió buceando
entre corales multicolores y notó como arrastraba una enorme y majestuosa capa
de algas; sin embargo, por alguna razón, no debía disfrutar del viaje. Sergio
no recordaba el motivo, pero notó como su cuerpo se ponía cada vez más en
tensión. Había algo… entonces vio la pequeña luz negra detrás de un enorme
camión y supo lo que se avecinaba. Al fondo vislumbró el agujero del túnel que
cada noche parecía encogerse un poco más. Consiguió sortear los percheros de la
entrada, atestados de abrigos, e introducir el vehículo en el largo pasillo. Se
agazapó al entrar en el gigantesco embudo de piedra y todos sus músculos se pusieron
alerta preparándose para el golpe. Justo al fondo del túnel se levantaba una
inmensa pared de roca con un pequeño hueco en el centro, demasiado pequeño, y
Sergio dirigió el bólido hacia allí, preparándose para la colisión que todas
las noches tenía lugar. Cada vez estaba más cerca, cada vez más, y, aunque
Sergio intentó refrenar el tren todo lo que pudo, en unos instantes numerosos
pedruscos saltaron por los aires y el chico se acurrucó contra el suelo
soltando el volante, ya no importaba nada, ni la dirección ni nada, a él solo
le importaba atravesar el estrecho agujero de la montaña sin golpearse
demasiado.
Todas
las noches Sergio rompía las rocas del final de la cueva y era parido al otro
lado de un brusco golpe, a la realidad del día que empezaba, de la mesilla de
noche con su vaso de agua, sus pastillas y su despertador rojo que nunca
necesitaba poner. A las zapatillas a los pies de la cama y, al fondo, la puerta
del cuarto de baño abierta, invitándole a ducharse.
Todos
los días Sergio se despertaba sobresaltado y lanzaba un inmenso suspiro de
alivio al mirar a su alrededor. Se bajaba de un salto de la cama de barrotes de
bronce, con su edredón de cuadros y su aire inofensivo, y se metía en la ducha
sin volver la vista.
Pero
Sergio se levantaba con el cuerpo lleno de arañazos. Tenía muy claro que algún
día, un día que esperaba que estuviera aún muy lejano, no conseguiría salir y
quedaría atrapado en la inmensa vagina de piedra por siempre jamás.
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