Madame Paquita era gorda,
bigotuda y un poco astrosa. En honor a la verdad, no muy limpia.
Pero tenía un corazón de mantequilla.
Madame Paquita era la “madame” de una de las casas de citas más
antiguas de Sevilla, que no de las mejores. “Más de cien años tiene” proclamaba orgullosa a quien quisiera
oírla. Y el piso suelto y las manchas de humedad del zócalo le daban la razón.
Su antecesora
en el cargo se llamaba la “Señá” Lola, pero a Paquita eso de “Señá” le sonaba
poco fino. “A mí llamadme madame, como
a las francesas”, les decía a sus pupilas, y lo pronunciaba así, acabado
en “e”, porque conocía la palabra de haberla leído en una fotonovela. Y es que
Paquita, de francés, ni flores.
La mujer nació y se había criado en el burdel. Cuando tenía quince
años era presumida, como todas las mujeres a esa edad. Entonces no estaba gorda
y el bigotillo se lo depilaba con cera virgen, y bien que le dolía. Incluso se
restregaba con agua y jabón de vez en cuando.
Por aquella época había un cliente taciturno que la miraba mucho, con
ojos tristes. Un día le preguntó a la Señá Lola si la niña se había estrenado ya.
─La estamos
reservando ─le respondió la doña muy estirada–. Este bomboncito no se lo va a merendar cualquier pelagatos.
Entonces el cliente, que era ferretero, dijo que se quería casar con
ella.
En la casa se lió una pequeña revolución. Todas las mujeres opinaban,
y algunas lloraban. Sus caras pintarrajeadas llenas de churretes eran penosas
de ver.
A Paquita nadie le preguntó su opinión. Después de todo no era más que
una chiquilla. Ni siquiera ella misma se lo planteó. Que tocaba casarse, pues
se casaba, a qué darle tantas vueltas. Mejor un hombre solo que no trescientos.
Y a disfrutar comprándose un traje blanco de raso sintético, todo puntillas y
perifollos.
─Pero bien
blanco, qué color crema ni qué narices─, le decía la Señá Lola al
dependiente.
Por algo era la única que lo podía llevar de pura ley.
El ferretero se llamaba Luis, y le llevaba treinta años.
Cuando
llevaba tres meses casada la niña apareció por el burdel llorando.
─ Que yo me
quedo aquí ─decía. ─Que yo no me vuelvo.
─ ¿Es que te ha
pegado? ─Le preguntaban las demás, dispuestas a ir a sacarle los ojos al mal
nacido ese.
─ Que no, que
no.
─ ¿Te da
dinero?
─ Algo me da,
sí.
─ ¿Y qué más
quieres, entonces?
─ ¡Es que me
aburro! ─Estalló la chiquilla desesperada─. Todo
el día sola, fregando y cocinando, y encima me ha dejado preñada.
─ Acabáramos.
No hubo manera de convencerla para que volviera con su marido. El
ferretero, que era un hombre pacífico y no quería líos, se conformó, aunque
cada vez se le veía más triste. Y Paquita, que tenía buen corazón, una vez por
semana lo invitaba a chocolate con churros. Así que todos los sábados aparecía
el hombre recién afeitado y con camisa limpia, a merendar en el burdel con su
mujer y su hija. Y siguió yendo durante toda su vida.
Cuando la Señá Lola
estaba ya muy mayor, decidió que quería retirarse, y que la nueva Señá iba a
ser Paquita. Las otras mujeres protestaron:
─ ¡Pero si es
de las más jóvenes! Aún no cumplió los treinta y cinco.
Pero la Señá Lola
las mandó callar con un ademán.
─ Me da igual ─replicó─. Es la única que tiene vocación. Llevará bien el negocio.
Y así fue como Paquita se convirtió en Madame Paquita.
Poco después dejó de depilarse el bigotillo. Ya estaba harta.
Vera, 24 de Abril de 2009
Vaya, que suerte tengo. Muchas gracias por tus comentarios Marta.
ResponderBorrarAcabo de abrir el blog, lo trengo un poco abandonado.
Pues sigue y no lo abandones! A mí me encantan, tus cuentos
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
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ResponderBorrarTres cuentos leídos y en los tres, veo un trasfondo de algo que a mi me da pavor.
ResponderBorrarSeres galácticos, niños, madamas... soledad.